Enrique Belda
En una finca de nuestra tierra, existía una floreciente explotación agraria al frente de la cual estaban dos hermanos: Juan y Pepe. Juan era mayor y más fuerte que Pepe y durante años llevó la voz cantante de los negocios. Al amanecer, cuando se sentaban a organizar el trabajo y dar las órdenes, Juan se limitaba a comentarle a Pepe las cosas más intrascendentes de sus vidas, como el mus de la tarde anterior o el viaje que harían en familia con los amigos de la cooperativa. Pero el reparto de los campos, las contrataciones, las decisiones de venta o los cultivos de cada estación; los decidía Juan en solitario. Pepe asumió su papel secundario, no tanto por miedo a su hermano, ni siquiera por confianza de cómo se las gastaba; simplemente porque ese había sido siempre el sistema que había funcionado y la ley y los empleados estarían ante un conflicto o una queja, al lado de Juan.
Vinieron los malos tiempos de cosechas y de falta de salida de la
producción. Pepe y algunos empleados sospecharon que las cosas no se
habían hecho bien y pidieron los libros de cuentas. Pero Juan enfurecido
les dijo a todos los asalariados que Pepe pretendía cargarse el
negocio. Las trampas crecieron y llegaron bancos y acreedores instando
los respectivos procedimientos de concurso, con el fin de terminar con
esa gestión. Juan y su gente de confianza acabaron siendo sustituidos
por los administradores judiciales, que intentaron reflotar el negocio y
mantener los empleos, pero se dieron cuenta enseguida que la finca era
muy pequeña, poco competitiva y estaba herida de muerte por la anterior
llevanza de cuentas. Y buscaron de inmediato alguien que se hiciera
cargo del negocio.
Llegó un reputado empresario asturiano a ofrecer un trato por la finca manchega. Le dijo a Juan: me la quedo y te despreocupas de las deudas así como de lo que hayáis hecho tú y los tuyos para dejarla así. Pepe preguntó si las tierras o los mercados que ya tenían abiertos no valían nada, a lo que Juan le respondió con un guantazo y se fue al bar del pueblo a decir que Pepe quería la ruina antes que la solución del asturiano: ningún empleado debía seguirle o todos terminarían en el paro.
Finalmente fueron al notario cuando ya no había otra solución ante la ruina. Juan y sus capataces estaban crecidos: no sólo recuperaban la tranquilidad, además el asturiano les dejaba que organizaran la cena de navidad y que decidieran a cual de los equipos del pueblo les regalaban los trofeos del futbito y un viaje a Torrevieja. Pepe salió triste de la firma y malmirado por la gente de su hermano, que se encontraba muy satisfecha de esa gran operación financiera. Incluso antiguos amigos de Pepe que no querían problemas en la taberna, le decían que otra cosa no se podía hacer. Mientras, el asturiano, se montaba en el AVE con las escrituras de la finca bajo el brazo, y cuando arrancaba el tren se sonreía por el coste total de su nueva adquisición.
Llegó un reputado empresario asturiano a ofrecer un trato por la finca manchega. Le dijo a Juan: me la quedo y te despreocupas de las deudas así como de lo que hayáis hecho tú y los tuyos para dejarla así. Pepe preguntó si las tierras o los mercados que ya tenían abiertos no valían nada, a lo que Juan le respondió con un guantazo y se fue al bar del pueblo a decir que Pepe quería la ruina antes que la solución del asturiano: ningún empleado debía seguirle o todos terminarían en el paro.
Finalmente fueron al notario cuando ya no había otra solución ante la ruina. Juan y sus capataces estaban crecidos: no sólo recuperaban la tranquilidad, además el asturiano les dejaba que organizaran la cena de navidad y que decidieran a cual de los equipos del pueblo les regalaban los trofeos del futbito y un viaje a Torrevieja. Pepe salió triste de la firma y malmirado por la gente de su hermano, que se encontraba muy satisfecha de esa gran operación financiera. Incluso antiguos amigos de Pepe que no querían problemas en la taberna, le decían que otra cosa no se podía hacer. Mientras, el asturiano, se montaba en el AVE con las escrituras de la finca bajo el brazo, y cuando arrancaba el tren se sonreía por el coste total de su nueva adquisición.