En una finca de nuestra tierra, existía una floreciente explotación agraria al frente de la cual estaban dos hermanos: Juan y Pepe. Juan era mayor y más fuerte que Pepe y durante años llevó la voz cantante de los negocios. Al amanecer, cuando se sentaban a organizar el trabajo y dar las órdenes, Juan se limitaba a comentarle a Pepe las cosas más intrascendentes de sus vidas, como el mus de la tarde anterior o el viaje que harían en familia con los amigos de la cooperativa. Pero el reparto de los campos, las contrataciones, las decisiones de venta o los cultivos de cada estación; los decidía Juan en solitario. Pepe asumió su papel secundario, no tanto por miedo a su hermano, ni siquiera por confianza de cómo se las gastaba; simplemente porque ese había sido siempre el sistema que había funcionado y la ley y los empleados estarían ante un conflicto o una queja, al lado de Juan.